Autor/es reacciones

Adrián Alonso

Responsable de Investigación y Promoción de Salud por Derecho

Las herramientas de prevención de acción prolongada (CAB-LA y LEN) tienen la capacidad de cambiar la forma en la que se enfocan tanto la prevención como el tratamiento del VIH. En ese sentido, el artículo es correcto. Sin embargo, le haría tres puntualizaciones que me parece importante que aparezcan en este tipo de editoriales. 

El primero es la falta de comentarios acerca de los determinantes en los cuales el descubrimiento del lenacapavir sucede. En un momento en el que existen tratamientos y herramientas de prevención como el lenacapavir, que pueden ayudar a cumplir los objetivos de ONUSIDA, estas herramientas permanecen (y permanecerán si nada cambia) inaccesibles a millones de personas que lo necesitan. Así, el autor del editorial se olvida de "los sistemas, prácticas y vías a través de las cuales los actores comerciales influyen en la salud y la equidad" o determinantes comerciales de la salud, y define el éxito del lenacapavir, sin comentar el hecho de que el medicamento cuesta en torno a los 40.000 dólares por persona al año, pese a que estudios muestran que puede ser producido por 40 dólares por persona y año. O que el tratamiento no está registrado en la enorme mayoría de los países. O que la estrategia de acceso de la compañía comercializadora deja fuera a países que por criterios de salud pública deberían estar incluidos.  

La segunda puntualización que haría sería el ‘sobrefoco’ del artículo en el papel de los Estados Unidos como actor fundamental en la expansión del acceso global a los tratamientos para el VIH. Los resultados de acceso que tenemos ahora mismo son gracias a una red mucho más amplia y compleja de actores, creados y patrocinados por países concretos (como en el caso de PEPFAR), pero también por organizaciones filantrópicas (Fondo Mundial) o Naciones Unidas (Unitaid, ONUSIDA), oenegés (Médicos Sin Fronteras), etc. Por lo que atribuir los resultados a una única organización o país es un error. Por supuesto, la sistemática oposición de los países de ingresos altos (especialmente los Estados Unidos y la UE) a la flexibilización de los derechos de propiedad intelectual recogida en el derecho internacional o la promoción de la abstinencia en los programas de PEPFAR han hecho poco por reducir la carga de enfermedad o la estigmatización.  

Finalmente, quería hacer una última puntualización. En su penúltimo párrafo, el autor reconoce la labor de los científicos que han contribuido a responder al VIH. Esto, siendo cierto, es incompleto. Para asegurar los avances científicos que han hecho posible el desarrollo de las terapias contra el VIH, fue fundamental la lucha de miles de pacientes de VIH y de miembros de las comunidades más afectadas por el virus (como la comunidad LGTBIQ+, personas que utilizan drogas o comunidades en múltiples países de África subsahariana). Campañas como las organizadas por ACT UP ayudaron a reducir el estigma, aumentar la visibilización del problema y el sufrimiento de las comunidades. Pero es que además fueron esenciales para flexibilizar procedimientos regulatorios, modificar el diseño de los ensayos clínicos y expandir el acceso global. No reconocer el esfuerzo de todas estas comunidades en la mejora del acceso y del desarrollo de nuevas terapias contribuye a la marginalización y estigmatización de la que el propio autor se queja ya que, por omisión, acaba retratando a estas comunidades como sujetos pasivos, simples receptores de la innovación, más que como sujetos de derecho (y el derecho a la salud es un derecho humano) y parte esencial para que el sistema funcione de una manera más justa y equitativa. 

ES