Tras años con poca superficie afectada por incendios forestales, la sequía del último año, unida a sucesivas olas de calor desde mediados de mayo, han propiciado una serie de graves incendios. Estos han conmocionado a la sociedad y despertado un considerable debate social.
A diferencia de en años anteriores, su causa no ha tenido apenas protagonismo. Quizás porque los principales incendios han sido causados por rayos y maquinaria agrícola en el momento de la cosecha, o preparando una repoblación.
Los incendios son la única catástrofe que se extiende en el tiempo. Esto genera una considerable tensión social: la población no entiende que un estado moderno sea incapaz de hacerles frente de forma inmediata y definitiva. Los terremotos, inundaciones, atentados y accidentes ocurren en un brevísimo plazo de tiempo en el que se entiende no se puede actuar, mientras que un incendio de gran dimensión puede estar ardiendo una semana.
Tras mes y medio de incendios, el Gobierno aprobó el 1 de agosto un real decreto ley que modifica la ley de montes y que ha generado opiniones divergentes, tanto sobre aspectos procedimentales como de fondo. Entre los primeros se critica la ausencia de un proceso consultivo con las Comunidades Autónomas, que son las que tienen las competencias, como había sido la práctica habitual hasta la fecha. Esta norma, en todo caso, deberá ser convalidada en el Congreso de los Diputados en los siguientes 30 días para que adquiera plena validez o, en su defecto, ser tramitada como proyecto de ley ordinaria.
No obstante, la cuestión más relevante y que engarza con el intenso debate social de las pasadas semanas es la limitación en lo referente al fondo del asunto. Desde hace ya una década diferentes especialistas en incendios han insistido en que, aunque entendían que la respuesta natural a los incendios fuera la extinción, limitarse a ella comporta un riesgo mucho mayor a medio y largo plazo.
Recuerdan desde entonces que, si obviamos el estado de los bosques y el territorio forestal y circundante, a la larga será imposible abordar los fuegos. ¿El motivo? Que su continuidad y densidad de combustible impedirá la actuación de los medios de extinción, al superar en mucho sus límites técnicos y de seguridad del personal.
Además, nos recuerdan la paradoja de la extinción: cuanto más eficientes sean los servicios de extinción, estos llegarán a apagar casi todos los fuegos fáciles, pero cuando se combinen las peores circunstancias incluida la simultaneidad, unos pocos fuegos devendrán catastróficos. Esto hará que se cuestione la inversión en extinción realizada.
En definitiva, apostar por la extinción es una respuesta reactiva e insuficiente que solo pospone y agrava el problema.
España ha recorrido con gran eficiencia esta primera fase y hoy dispone de un extraordinario dispositivo de incendios comparable con los mejores del mundo, en estrecha colaboración internacional . La inversión es comparable o está por encima de la de Estados Unidos en términos de coste por kilómetro cuadrado o en relación al PIB. C
La empresa leonesa Tecnosylva, que asesora a varios estados de Estados Unidos, propone una actuación en dos frentes principales y uno complementario. Gracias a la modelización de incendios y a que en cada zona existe una tipología predominante de incendio crítico determinada por la orografía y los vientos dominantes, en caso de gran incendio se identifican los llamados puntos estratégicos de gestión donde el fuego pierde fuerza y puede atacarse con mayores posibilidades de éxito y puede expandirse a nuevas zonas aumentando su efecto destructor.
Por otro lado, ajustando las cargas de combustible fino disponible a arder, especialmente necromasa (biomasa muerta), se reduce la intensidad del fuego lo que permitiría a los cuerpos de extinción luchar directamente contra el incendio. Adicionalmente, la disposición de una red de viales en condiciones y con doble acceso resultaría de gran ayuda. Estas actuaciones reforzarían la resiliencia del paisaje ejecutada en el primer caso reduciendo sensiblemente la vegetación recuperando cultivos y zonas de pasto, en el segundo recuperando la gestión forestal con clareos, podas, claras, resalveos y regeneración además del uso periódico de quemas prescritas complementada siempre que sea posible con la entrada del ganado.
Cómo aumentar la resiliencia frente al cambio climático
Estas actuaciones aumentarían también la resiliencia frente a los efectos del cambio climático como son sequías, insectos, vendavales y grandes nevadas, que con la necromasa que aportan refuerzan el riesgo de gran incendio.
Los productos obtenidos reducirían nuestra dependencia energética, generarían empleo rural para luchar contra la despoblación, biomateriales estratégicos para contribuir en la lucha contra el cambio climático y carne de alta calidad y sin emisiones de efecto invernadero. Todas estas, sinergias frecuentemente infravaloradas.
Para conseguirlo hace falta actuar en, al menos, tres frentes:
- Financiación pública suficiente.
- Abordar el minifundio.
- Apostar por la gestión activa.
Los bosques no han formado parte de la Política Agrícula Común de la Unión Europea que, por las inercias del pasado, se destina en porcentaje muy alto a determinados cultivos y tipos de ganadería . En proporción a su producción, deja desvalidas las zonas menos productivas y más desfavorecidas. Estas son las más forestales y de montaña, que deberían ser, paradójicamente, las primeras destinatarias.
El Estado, tras las transferencias, se ha desentendido de la financiación forestal y las Comunidades Autónomas más extensas, con más recursos forestales, y con menos población se enfrentan a un complejo reto de financiación en el que la disparidad del PIB por hectárea forestal es 1/71 entre Comunidades Autónomas, y se eleva a escala europea por encima de 1/300. De hecho, es la normativa europea la que impone unos considerables estándares de protección de biodiversidad o de aguas sin contrapartidas económicas significativas.
Por otro lado, la gestión forestal sufre un considerable intervencionismo, justificado por la generación de vitales servicios ambientales como prevención de la erosión y regulación hídrica, mitigación del cambio climático, protección del aterramiento de embalses y de infraestructuras, biodiversidad y paisajes. En buena lógica, deberían generar ingresos en coherencia con el principio “quien contamina, paga” y “quien descontamina, cobra”.
En economía ambiental se entiende que, para superar los fallos de mercado, las externalidades deben integrarse mediante mecanismos económicos. Obviamente, esto no solo debe de ocurrir en el supuesto de las negativas (contaminación) sino también en el de las positivas (recursos naturales renovables). De hecho, la Ley de Montes ya lo prevé en su artículo 65 y la Ley de Cambio Climático Transición Energética incluye el mandato de ponerlo en marcha y que expiraba el pasado mes de mayo.
No hacerlo supone endosar la generación de los servicios ambientales a una exigua minoría social que reside en las zonas más forestales y de montaña. Esto genera un efecto pernicioso, acelerador de la despoblación que es, desde la perspectiva de la equidad territorial, inaceptable.
Debe recordarse que los bosques españoles pertenecen a 2 millones de pequeños propietarios forestales familiares que suponen dos tercios del total y varios miles de entidades locales menores, vecinales y ayuntamientos pequeños, especialmente en las zonas de montaña. En total suman un 28%, y solo un 5% corresponde a las Comunidades Autónomas.
Amplias zonas de nuestro país se caracterizan por el minifundio que, si en lo agrícola impide la gestión moderna, en lo forestal, por su menor renta, la frena totalmente. Este es un problema agudo en el noroeste y la zona mediterránea que requiere cambios legislativos ambiciosos para su resolución ecuánime y efectiva. La parte más crítica del abandono forestal se produce en zonas de minifundio.
Finalmente, una buena parte de la legislación de conservación de la biodiversidad adolece de un enfoque pasivo inadaptado a la realidad dinámica de las formaciones y la fuerte impronta cultural de los paisajes durante milenios. Se hace necesario, por tanto, una actualización que reconozca y favorezca la gestión para la resiliencia que combine las diferentes funciones sin apriorismos y con la resiliencia como prioridad. Si acaban ardiendo, poco quedará por proteger.
En muchas políticas se ha actuado en el pasado de forma reactiva, sea en cuestiones de política social o sanitaria. Está demostrado que resulta mucho más eficiente una actuación integral que abordase los retos de fondo, dejando la respuesta a las emergencias como complementaria.
Resulta contradictorio que en estos otros ámbitos se relacione la respuesta mas avanzada y progresiva a abordar las causas de fondo, mientras que en el caso de los incendios el alineamiento es paradójicamente inverso. Así, aflora una considerable falta de empatía entre el mundo ambiental de matriz urbana y el mundo rural. He aquí otra causa subyacente que los incendios ponen en evidencia y que habrá que superar.