Juan Manuel Jiménez Arenas
Profesor titular del departamento de Prehistoria y Arqueología y director del ProyectORCE
Proponer, hoy día, que fuegos tan antiguos como el publicado por Ashton y colegas —datado en 400.000 años— fueron realizados por humanos y no se debieron a factores naturales, como incendios provocados por rayos, exige la colaboración de diversas disciplinas y la aplicación de técnicas complejas y precisas que permitan afirmar, sin lugar a duda, un origen antrópico. Y ese es, precisamente, uno de los puntos más fuertes de este trabajo: la combinación de distintas metodologías, lo que le otorga una gran solidez.
En primer lugar, se analizaron los indicios visibles: la coloración de los sedimentos por efecto de altas temperaturas; la presencia de útiles líticos con evidencias de exposición al fuego; y, sobre todo —porque es lo que confiere un carácter diferencial a este estudio— la aparición de dos fragmentos de pirita.
Para que exista fuego se requiere un combustible (material susceptible de arder), un comburente (oxígeno) y una fuente de ignición (energía suficiente para iniciar la combustión). En yacimientos de estas cronologías (400.000 años), lo más habitual es encontrar restos del combustible, como carbones, cenizas o huesos quemados. Sin embargo, resulta mucho más complejo hallar evidencias de los elementos capaces de generar la energía necesaria para encender el fuego. En Barnham, este aspecto está documentado por la presencia de pirita. El propio nombre del mineral proporciona una pista sobre uno de sus usos tradicionales: en griego clásico, πῦρ (/pyr/) significa ‘fuego’. La pirita se ha empleado desde tiempo inmemorial como piedra de chispa y, percutida contra el sílex, produce calor suficiente para prender ciertos materiales vegetales. Aunque disponemos de evidencias de fuego mucho más antiguas —como las del yacimiento de Cueva Negra del Estrecho del Río Quípar, en Caravaca de la Cruz (Murcia), con cerca de 900.000 años— estas pudieron tener un origen natural. Esto no implica que los humanos no las utilizaran; lo hicieron, pero se duda de su capacidad para controlar todo el proceso. Así, probablemente aprovecharon fuegos naturales, los ‘transportaron’ y los usaron en sus asentamientos. En el caso de Barnham, esta incógnita se resuelve: la presencia de pirita indica que los humanos de hace 400.000 años tenían el conocimiento necesario para generar fuego ex novo. Hasta la publicación de esta investigación, esta capacidad solo estaba confirmada hace 50.000 años.
Estas evidencias comentadas son ya de por sí contundentes. Hace unas décadas, encontrar elementos quemados en un yacimiento de esta cronología habría sido suficiente para afirmar su origen humano. En la actualidad no es así: es necesario recurrir a una amplia batería de métodos y técnicas. En consecuencia, el equipo investigador decidió ir más allá de lo que el ojo puede ver y recurrió a técnicas altamente resolutivas para definir los fuegos antrópicos en el yacimiento de Barnham y distinguirlos de fuegos naturales registrados en el mismo yacimiento. La micromorfología de suelos, que permite estudiar a nivel microscópico la composición de las facies estratigráficas con gran precisión y los análisis físicos y químicos, que han posibilitado estimar temperaturas superiores a 700 °C y establecer que los hogares humanos fueron recurrentes.
Las implicaciones del estudio son numerosas, y algunas han sido destacadas por el equipo del Museo Británico. Entre 500.000 y 300.000 años atrás se producen múltiples transformaciones: grupos humanos con cerebros de mayor tamaño, nuevas formas de tallar la piedra, incremento de la caza mayor como vía de obtención de recursos, cocinado de alimentos, etc., todo ello vinculado, según los autores, a una creciente complejidad social la cual nos lleva a plantear algo realmente sugerente: los Ju/’honsai —que viven en el desierto del Kalahari y hasta hace relativamente poco mantenían un modo de vida recolector-cazador— suelen reunirse al rumor del fuego para compartir historias inventadas, rumores, chismes y conversaciones que estimulan la imaginación. Es posible, por tanto, que este tipo de intercambios sociales nos acompañe desde hace 400.000 años.
Este trabajo, no obstante, ha dejado de lado un aspecto que, a mi juicio, puede ser relevante: la posible contribución del fuego al asentamiento en regiones climáticamente más frías gracias a su capacidad para generar calor y protección.
Este estudio no presenta limitaciones importantes que deban tenerse en cuenta.