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El legado de James Lovelock ante la venganza de Gaia

James E. Lovelock, estudioso excepcional de las transformaciones aceleradas que observó en el transcurso de su vida centenaria, consideró que nuestra civilización experimentará un colapso y una amenaza de sufrimiento sin precedentes. Su apuesta por usar más tecnología para ganar tiempo y su respeto por el ecologismo profundo han sido sus respuestas para evitar la venganza de Gaia.

02/08/2022 - 12:05 CEST
 
Lovelock

Lovelock, 2005. Wikipedia

El 26 de julio ha fallecido James Ephraim Lovelock en el día de su 103 cumpleaños. Es posible que sus deducciones y opiniones sean consideradas catastrofistas para nuestros dirigentes, poco científicas para la academia e incoherentes para algunos activistas medioambientales, pero pocos investigadores y pensadores a caballo entre los siglos XX y XXI han sido capaces de ofrecernos una imagen más lúcida y atrevida de nuestro futuro. Enfrascados como estamos en nuestra existencia diaria y deslumbrados por la secuencia de problemas que nos impacta y nos obliga a tener un criterio capaz de explicar lo que nos dicen que ocurre, olvidamos la única cuestión relevante: el más que probable colapso de una civilización planetaria dedicada con tesón a la extracción permanente de unos recursos finitos, bajo la utopía de un crecimiento económico continuo.

James Lovelock coincidió, tal vez sin saberlo, con muchos de los argumentos emitidos 50 años antes por Vladímir Vernadski sobre la capacidad de la vida para compensar y estabilizar las condiciones del planeta mediante distintos sistemas de control, capaces de generar un equilibrio dinámico. Atmósfera, hidrósfera, corteza terrestre y vida interaccionan y, durante el transcurso de la evolución, los organismos han ido adquiriendo un protagonismo cada vez mayor en la regulación de los flujos de energía y los ciclos de los materiales que propician estos sistemas de control.

Su detector de captura de electrones le facilitó trabajar en la NASA buscando características que permitiesen reconocer la existencia de vida en otros planetas

Lovelock inventó en 1957 el detector de captura de electrones. Con este aparato descubrió residuos de pesticidas por todo el planeta y rastreó la distribución y acumulación de  compuestos capaces de alterar el clima y la capa de ozono. También estudió, por ejemplo, los ciclos del iodo y el azufre, elementos esenciales para el funcionamiento de la glándula tiroides y su producción de hormonas reguladoras del desarrollo y el metabolismo en los vertebrados, o para la fabricación de proteínas. Estos elementos son extraídos del mar por las algas marinas que habitan la plataforma continental de los océanos y los compuestos que los contienen pasan al aire para dispersarse miles de kilómetros tierra adentro, donde son esenciales para la vida terrestre.

El detector de captura de electrones le facilitó trabajar en la NASA buscando características que permitiesen reconocer la existencia de vida en otros planetas. La Tierra es un sistema cuasiaislado en el que, ahora, apenas entran materiales desde el exterior. Aunque el agua que sostiene y ha propiciado la vida tenga un origen extraterrestre durante las primeras etapas de la formación del planeta, la fina película de organismos que rodea la tierra ha ido adquiriendo un protagonismo cada vez mayor, hasta ser la hacedora de los equilibrios dinámicos que reciclan los compuestos. La vida evoluciona para mejorar las condiciones adecuadas para su mantenimiento y perpetuación; construye y mantiene la casa en la que habitar sin sobresaltos.

Cuando siendo un estudiante de biología leí Gaia, una nueva visión de la vida sobre la Tierra, publicada en 1979, sufrí una conmoción. El libro ofrecía una perspectiva maravillosa, pero discrepante con los fundamentos darwinianos

La propuesta de Lovelock fue simple pero soberbia. La composición anómala y químicamente inestable de la atmósfera de la Tierra, en comparación con la de los otros planetas de nuestro sistema solar, sería un indicio de la existencia de sistemas de control capaces de mantener las condiciones favorables para la supervivencia de la vida. Si se busca vida en un planeta, hay que analizar la composición química de su atmósfera y estimar si se aleja del estado de equilibrio químico. Probablemente, ahí empezó a nacer la hipótesis por la que la humanidad recordará siempre a Lovelock.

Cuando siendo un estudiante de biología leí Gaia, una nueva visión de la vida sobre la Tierra, publicada en 1979, sufrí una conmoción. El libro ofrecía una perspectiva maravillosa, pero discrepante con los fundamentos darwinianos sobre los que debía regirse la evolución de los organismos vivos. La teoría de la evolución se basa en la existencia de un mecanismo de reproducción y en la transmisión de características  variables a los descendientes que, si incrementan la supervivencia, se establecen en las poblaciones. El planeta entero no se reproduce y su variabilidad no puede ser objeto de selección. Las algas pueden ayudar a la dispersión del iodo en tierra firme, pero ese proceso no ha podido ser consecuencia de la actuación de la selección natural sino un accidente aleatorio.

Las críticas a la hipótesis Gaia por parte de la comunidad científica fueron intensas y, a veces, rabiosas. Por ello y por motivos personales, la década de los 80 tuvo que ser amarga para James Lovelock.

Ahora, cuarenta años después de que la hipótesis Gaia fuese formulada, se reconoce que biosferas enteras formadas por organismos que sufren procesos evolutivos individuales basados en la reproducción diferencial, pueden seleccionarse en un proceso evolutivo dominado por la persistencia diferencial. Si, por azar, surge algún proceso que evite la acumulación de iodo en la plataforma continental y favorezca su exportación lejos del mar, el ciclo completo de este elemento podría convertirse en mas efectivo y resistente ante cualquier catástrofe.

Como el propio Lovelock dijo: “La evolución no es solo una propiedad de los organismos. Lo que evoluciona es todo el sistema Tierra”

Un ser vivo utiliza energía y recursos y produce otro tipo de energía, materiales y desechos. Esos desechos son contaminantes, pero también un recurso posible que otro organismo, seleccionado por la evolución, terminará por utilizar. La reiteración de este proceso genera, finalmente, unos desechos que son los constituyentes esenciales de los recursos que eran inicialmente necesarios para el primero de los organismos. Así, las relaciones entre los seres vivos van produciendo ciclos de materiales que, si mejoran en su efectividad, se mantienen a lo largo de la evolución por su capacidad de persistencia. Como el propio Lovelock dijo: “La evolución no es solo una propiedad de los organismos. Lo que evoluciona es todo el sistema Tierra”

Cuando Lovelock nació, la población de humana de nuestro planeta era de unos 1.800 millones. Hoy nos acercamos a los 8.000 millones y nuestra biomasa junto a la de los organismos que cultivamos y criamos supera a la biomasa del resto de los organismos vivos. Nos hemos convertido en el principal agente geológico del planeta y James E. Lovelock ha sido un espectador y estudioso excepcional de las transformaciones aceleradas que han podido observarse en el transcurso de una vida centenaria como la suya. Como otros muchos investigadores en la actualidad, Lovelock consideró que la humanidad traspasó el punto de no retorno hace tiempo y que existe un riesgo cierto de colapso de nuestra civilización y una amenaza de sufrimiento como nunca antes se ha experimentado. Su apuesta por usar más tecnología para ganar tiempo y su respeto por el ecologismo profundo creo que han sido sus respuestas a corto y largo plazo para evitar la venganza de Gaia. Afortunado él que no tendrá que ver los efectos más trágicos de sus vaticinios.

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