Maite Garaigordobil Landazabal
Doctora en Psicología, especialista en Psicología Clínica, catedrática de Evaluación y Diagnóstico Psicológicos de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) y académica de número en la Academia de Psicología de España
El artículo plantea que la ansiedad en niños y adolescentes puede tener raíces profundas en etapas muy tempranas del desarrollo, incluso desde el embarazo. A partir de una perspectiva evolutiva y del desarrollo, los autores explican que los estímulos ambientales —como el estrés materno, las interacciones cuidador-niño y el uso de tecnología— pueden inducir respuestas adaptativas en el cerebro infantil que, si no se corresponden con los entornos futuros, pueden volverse desadaptativas. A este fenómeno lo consideran como “desajuste adaptativo”.
Como todos los estudios evidencian, los trastornos de ansiedad en jóvenes han aumentado en países desarrollados y desde el punto de vista de los autores no pueden atribuirse únicamente a eventos recientes como la pandemia. Más bien, los autores vinculan este aumento con cambios sociales, tecnológicos y culturales que han creado entornos para los que el desarrollo humano no está plenamente preparado. Su interpretación les lleva a proponer que el abordaje de esta problemática requiere acciones preventivas centradas en la primera infancia y un enfoque integral de políticas en salud, educación y bienestar social.
Este artículo representa una contribución valiosa para el enfoque contemporáneo del desarrollo infantil, al articular biología evolutiva, neurociencia y análisis social. Al desplazar la explicación de los trastornos de ansiedad desde factores inmediatos hacia trayectorias de desarrollo temprano, se subraya la necesidad de comprender la ansiedad juvenil no solo como una patología individual, sino como un síntoma de una desincronización entre el desarrollo cerebral y el entorno cultural.
El concepto de “desajuste adaptativo” es especialmente potente, pues permite pensar en la ansiedad como una respuesta lógica frente a un entorno que el organismo interpretó como peligroso desde etapas muy tempranas. La responsabilidad de la sociedad, por tanto, es doble: primero, crear entornos prenatales y posnatales seguros y emocionalmente ricos, y segundo, reducir la distancia entre lo que el entorno comunica al niño y lo que realmente experimentará en su vida futura.
Desde una perspectiva de políticas públicas, el artículo interpela a los sistemas educativos, sanitarios y de protección social a replantear su rol en la promoción de la salud mental desde la primera infancia. Ello implica fortalecer la formación de los profesionales, garantizar cuidados de calidad en la infancia y reducir las desigualdades sociales que amplifican los riesgos. Su enfoque propone que las soluciones deberán adoptar una perspectiva de curso de vida, con políticas más integradas de apoyo a padres, cuidadores y a la primera infancia.
La calidad del entorno emocional en el que se desarrollan los niños pequeños, incluyendo interacciones activas adulto-niño dentro y fuera del hogar, es esencial. Las políticas educativas por sí solas no pueden afrontar este reto, ya que se centran poco en la etapa preescolar. Las políticas sanitarias y sociales deberán abordar la creciente prevalencia del estrés y los problemas de salud mental en mujeres antes y durante el embarazo, y también en sus parejas, si se pretende evitar que estos problemas se repitan en generaciones futuras. El costo para la sociedad de no replantear este enfoque sobre el desarrollo emocional en la infancia puede ser enorme. En definitiva, el artículo ofrece una base sólida para redirigir los esfuerzos preventivos hacia una etapa clave del desarrollo humano y para comprender los trastornos de ansiedad no solo desde lo clínico, sino también desde lo estructural, cultural y evolutivo.
La hipótesis que proponen tiene alto nivel de interés y la apoyan en estudios previos que citan. Sin embargo, los autores no aportan evidencia empírica de su formulación. No obstante, muy sensatamente ponen el énfasis en la prevención del estrés materno, las interacciones de calidad en la temprana infancia entre el cuidador y el niño (apoyo y estimulación socioemocional) y el uso adecuado de la tecnología como bases preventivas, que efectivamente pueden moderar la ansiedad infanto-juvenil.