La sequía que vivimos actualmente en Europa se está convirtiendo en histórica por su intensidad y extensión. Esta situación, ya crítica, se ve muy bien reflejada en las “piedras del hambre” que han emergido en Europa Central. Estas piedras (Hungersteine) son marcadores del nivel del agua de los siglos XV-XIX, cuando las sequías llegaban a afectar a la navegación fluvial y al comercio, lo que significaba para la población el padecimiento de hambrunas.
Lo que estamos experimentando este verano es un evento compuesto, que ocurre cuando dos o más riesgos climáticos tienen lugar simultánea o secuencialmente. En este caso, se trata de una sequía meteorológica (por descenso de precipitaciones) y una sequía hidrológica (por disminución de recursos hídricos disponibles) que se suman a una sucesión de olas de calor, caracterizadas por su temprana aparición, su extensión y su duración.
Aunque las sequías no están necesariamente ligadas al verano, es en este momento cuando las sentimos más; de hecho, en la Península Ibérica hemos sufrido periodos secos en invierno, como en el año hidrológico 2011/2012, que fue el más seco desde 1961. Pero, en este 2021/2022, a diferencia de otros años secos, la ocurrencia de olas de calor desde el mes de mayo ha aumentado la evapotranspiración y, por tanto, ha empeorado aún más el estrés hídrico existente, coincidiendo, además, con la temporada turística y las campañas de riego.
La sequía es un riesgo progresivo y de aparición lenta, pero constante. La falta de precipitaciones va restando humedad al suelo, reduciendo los caudales de los ríos y mermando las reservas de agua. Primero se reducen las lluvias, se registran elevados valores de evapotranspiración –particularmente en olas de calor– y disminuye el agua disponible. Posteriormente, los efectos llegan a la agricultura de secano y, a continuación, a los regadíos y a la producción hidroeléctrica, además de afectar a los ecosistemas y a los servicios ecosistémicos.
Casi el 50 % de Europa, en prealerta por sequías
Los pronósticos apuntan a que la frecuencia y la severidad de sequías y olas de calor aumenten en el futuro, y se espera que los cambios se distribuyan de manera desigual en todo el mundo. La situación en Europa es preocupante, como reflejan los indicadores del Observatorio Europeo de la Sequía: el 47 % de su territorio está en prealerta y el 17 %, en alerta. Además, se está observando una anomalía negativa del –27 % en el caudal de los ríos europeos.
Aunque estas cifras en sí mismas pueden ser excepcionales, no deberían generar alarma social, ya que la actual sequía podría revertirse con las lluvias del próximo otoño-invierno. Además, a diferencia de épocas anteriores, contamos con sistemas de monitorización que nos permiten anticipar medidas de gestión para priorizar los usos del agua, establecer restricciones, etc., y así evitar grandes afecciones sociales, económicas y ambientales.
Es el caso de España, que ya en la Ley de Aguas de 2001 prioriza el abastecimiento a la población frente a otros usos y que, en sus Planes Especiales de Sequía, establece las medidas a adoptar tanto en caso de sequía (reducción de caudales ecológicos) como de escasez de agua (ahorro, vigilancia, restricciones y prohibiciones de uso, etc.), en función de cómo avancen los indicadores de seguimiento y de cómo se vayan superando los umbrales establecidos a efectos de gestión.
España ya en la Ley de Aguas de 2001 prioriza el abastecimiento a la población frente a otros usos
Aun así, la menor experiencia del norte europeo en la gestión de sequías y la alta vulnerabilidad del sur –que ha vivido una continua expansión de su regadío–, unidas a la deficiente calidad de las aguas del continente, están provocando que esta sequía de 2022 ya esté generando impactos muy importantes en distintos sectores económicos, además de cortes de suministro en algunas poblaciones.
Un fenómeno que agrava la actual crisis energética
Solo en España, el sector agrícola podría enfrentarse a unas pérdidas de entre 8.000 y 10.000 millones de euros por el menor rendimiento de algunos cultivos y por el abandono de otros. Lo más preocupante es que la sequía se suma en Europa a una previsible crisis energética. Los efectos de la reducción de recursos hídricos en la generación de energía hidroeléctrica o en la refrigeración de centrales nucleares preocupa en un contexto ya marcado por la escasez y las tensiones geopolíticas.
La actual sequía y su coincidencia con olas de calor debe contextualizarse en la realidad del cambio climático y, en consecuencia, debe llevarnos a aumentar los esfuerzos realizados en estrategias de mitigación y de adaptación. Debe hacerse también una correcta gestión de estas situaciones multirriesgo, con mayor prevención y preparación de todos nuestros sistemas de alerta y emergencia.
Además, resulta urgente transformar nuestras estructuras socioeconómicas –propias del siglo XX (regadíos intensivos, promociones turísticas, desarrollos urbanísticos, dependencia energética, etc.)– para enfrentar un siglo XXI que está y estará caracterizado por la variabilidad y la incertidumbre y la convivencia con riesgos hidroclimáticos.