Cómo entender y abordar el dolor crónico

El dolor crónico es un problema de salud pública que en España afecta a casi una de cada seis personas, con origen y características muy diferentes. Especialistas en psicología y dolor explican qué es, cómo se trata, qué consecuencias tiene para quienes lo sufren y cómo se aprende a vivir con ello.  

16/10/2024 - 06:00 CEST
 
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El tratamiento del dolor crónico es complejo y requiere de unidades especializadas en dolor que cuenten con profesionales de distintas áreas. / AdobeStock

¿Qué es el dolor crónico? 

El dolor crónico puede ser una enfermedad en sí misma, como en el síndrome del dolor primario, que incluye patologías como la fibromialgia; o un síntoma que deriva de otras patologías, como un cáncer, un daño muscular o una operación.  

En cualquier caso, para que sea considerado crónico, el dolor debe estar presente de manera continua o recurrente durante más de tres meses. 

La Asociación Internacional para el Estudio del Dolor (IASP por sus siglas en inglés) diferencia siete tipos de dolor en función de su origen y características. Seis de ellos derivan de un daño concreto que se cronifica con el tiempo, pero en el síndrome del dolor crónico primario el origen no está tan claro. En este caso, el cerebro es el que malinterpreta los estímulos que recibe y se vuelve más sensible al dolor, lo que lo hace muy vulnerable a factores sociales y psicológicos como el miedo, el contexto sociocultural o el nivel económico.  

A largo plazo, el dolor crónico también podría aumentar el riesgo de otras patologías, como el cáncer y las enfermedades cardiovasculares o respiratorias. Además, este tipo de dolor suele generar sentimientos de impotencia, desesperanza y ansiedad, e incluso desencadenar o agravar trastornos como la depresión, explica al SMC España Mayte Serrat, que es doctora en Psicología, fisioterapeuta y miembro del grupo de trabajo de Psicología y Dolor de la Sociedad Española del Dolor (SED).

¿Cómo funciona? 

El dolor es parte del sistema de alarma del organismo. Su objetivo es protegerlo de un daño o un riesgo, pero no siempre es proporcional a la gravedad de la situación, igual que quemar una tostada puede hacer que salte una alarma de incendios, como comparan en la Academia del Dolor del Instituto de Medicina de Toronto, Canadá, (TAPMI por sus siglas en inglés). 

En situaciones normales, los receptores del dolor (nociceptores) detectan signos de alerta a lo largo del cuerpo y los transforman en señales químicas (neurotransmisores), que viajan a la medula espinal y a la corteza cerebral. Una vez allí, el cerebro las interpreta según otras señales y funciones del organismo. Si, al hacer esto, el cerebro considera que debe proteger al organismo, manda una señal de vuelta para que este sienta dolor.  

Como indica la TAPMI, este proceso tiene una limitación: si al poner en contexto esas señales, el cerebro interpreta mal la historia, puede acabar ignorando el daño o generando dolor de manera innecesaria.  

Por tanto, hay otros factores, como las emociones, el sentido que le damos al dolor o las malas experiencias, que pueden modular el modo en el que el cerebro interpreta las señales dolorosas. Esta peculiaridad puede ser algo natural y puntual. “Una madre que tiene que salvar a su hijo o un futbolista que puede marcar el gol de la victoria no sienten dolor”, ilustra al SMC España la psicóloga experta en dolor y enfermedades reumáticas Milena Gobbo. 

Pero, en algunos casos, como en el síndrome del dolor crónico primario o la fibromialgia, esto puede derivar en una sensibilización generalizada y permanente. “La ansiedad y el miedo suben el volumen en el cerebro. No ya del dolor, si no de cada roce o estiramiento en la piel”, explica al SMC España Amanda C de C Williams, especializada en dolor crónico y catedrática de Psicología clínica y sanitaria en el University College London (Reino Unido). Por eso la educación y la psicología son estrategias eficaces para gestionar algunos tipos de dolor.

¿Por qué es un problema de salud pública? 

El dolor crónico afecta al 20 % de la población occidental una de cada cinco personas según las estimaciones de la IASP. En España, el Ministerio de Sanidad considera que la incidencia es algo menor, entre una de cada seis y una de cada nueve personas adultas.  

El problema es especialmente grave en niños y niñas, para quienes supone una las principales causas de morbilidad, según la OMS. De hecho, el Grupo Español para el Estudio del Dolor Pediátrico estima que podría afectar a casi uno de cada tres niños en España. 

Por otro lado, el tratamiento del dolor crónico es complejo y requiere de unidades especializadas en dolor que cuenten con profesionales de distintas áreas (psicología, medicina, rehabilitación, fisioterapia, etc.), algo que no siempre ocurre. 

En 2022, la IASP publicó un documento informativo sobre las desigualdades en el tratamiento del dolor. El texto denuncia que la desigualdad está presente en todo el mundo y que depende de factores como la raza, el sexo, el género, la etnia, el estado socioeconómico y la edad. 

Esta desigualdad también afecta a España. En 2011, un informe de del Ministerio de Sanidad sobre las unidades de tratamiento del dolor constataba que el dolor crónico no se trata adecuadamente y está infravalorado, sobre todo en el paciente pediátrico.  

El documento achaca el problema al déficit asistencial y la falta de formación, que llevan a un uso desproporcionado de medicamentos y fomentan sesgos culturales que estigmatizan al paciente y complican el tratamiento del dolor.  

“Para muchos, es fácil poner la etiqueta psicológica o emocional cuando no pueden justificar el dolor, algo que, como es natural, no ayuda y resulta invalidante para muchos pacientes”, razona Williams, que también es editora de la revista científica PAIN.

Según una encuesta realizada por Pain Alliance Europe en 2019 sobre pacientes con dolor crónico en Europa, entre uno y dos tercios de las personas encuestadas se sienten estigmatizadas por su condición de paciente o cuidadora. Como explica un informe de la IASP, estos estigmas llevan a la pérdida de capacidad económica, productividad y calidad de vida.

¿Se puede medir el dolor de forma precisa?

La práctica habitual es medir el dolor con escalas evaluación objetivas como la Escala Visual Analógica (EVA) y luego completar esa medida con cuestionarios más exhaustivos como el McGill Pain Questionaire, que también mide otros aspectos psicológicos y sociales del dolor. “Pero siempre hay un margen de incertidumbre en la propia respuesta y en cómo la recibe el clínico”, matiza Williams, que considera que indicar el dolor durante la consulta supone una interacción personal que depende de una serie de expectativas y normas sociales.

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Escala Visual Analógica (EVA). Se pide al paciente que marque en la línea el punto que indique la intensidad y se mide con una regla milimetrada. Fuente: Hospital Universitario de Fuenlabrada.
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Escala de expresiones faciales (EFF). En población pediátrica. El paciente tiene que indicar la cara que mejor representa la intensidad de su dolor en el momento del examen. Fuente: Hospital Universitario de Fuenlabrada.

Ese margen de incertidumbre provoca que la medición sea vulnerable a la desigualdad, los sesgos culturales y la falta de formación de los profesionales, que tienden a estigmatizar al paciente cuando no encuentran hallazgos objetivos o el dolor persiste a pesar del tratamiento.

Por ejemplo, está muy extendida la creencia (sin evidencia alguna) de que las mujeres y las personas de muchas poblaciones que no son blancas tienden a dramatizar y exagerar su respuesta”, explica Williams en referencia a un argumento recurrente que también desmiente la hoja informativa de la IASP 

La investigadora recuerda que el problema no solo afecta a mujeres, algo que también recoge la IASP. Algunas personas temen lo que vaya a pasar si reconocen cuánto les duele y lo comunican menos”, puntualiza la experta, que considera que también se toma menos en serio el dolor de los ancianos, las minorías étnicas o el de las personas que han sufrido problemas de salud mental.

¿Hay diferencias entre hombres y mujeres?

El dolor crónico es más habitual en mujeres que en hombres. Así lo muestran numerosos estudios epidemiológicos, como un reciente artículo sobre diferencias de género en dolor musculoesquelético, o un editorial publicado en eClinicalMedicine en marzo de 2024. 

Por otra parte, tanto el género como el sexo pueden alterar la percepción del dolor. La diferencia más estudiada es la que provocan las hormonas esteroideas (estrógenos, progesterona y andrógenos), que pueden alterar la sensibilidad al dolor o influir en otros procesos y enfermedades como la inflamación o la endometriosis. Además, según la IASP, el género está ligado a factores psicológicos y sociales que condicionan la vivencia del dolor.  

Lo primero es ser conscientes de nuestra ceguera de género”, declara al SMC España la doctora especializada en Farmacología y dolor Ana M. Peiró, profesora titular de la Universidad Miguel Hernández y coordinadora del grupo de trabajo de Bioética de la SED. 

Según Peiró, que también coordina el Grupo Investigación Neurofarmacología aplicada al dolor de la Fundación ISABIAL, a las diferencias de género en estas dolencias se les ha prestado poca atención históricamente, por lo que “se acuñan como cuadros de etiología desconocida y se convierten en problemas psicológicos”, lo que ha derivado en menos investigación y en retrasos diagnósticos o terapéuticos. 

Por último, cabe destacar que estas desigualdades no ocurren de manera aislada, sino que se cruzan con otros factores que generan desigualdad, como la pobreza, el nivel educativo, la violencia o el trauma infantil. 

¿Cómo se trata el dolor crónico? 

El tratamiento estándar suele combinar fármacos analgésicos con terapias psicológicas (cognitivo conductuales) y tratamientos de rehabilitación, fisioterapia o neuroestimulación eléctrica transcutánea, explica al SMC España Alicia Alonso Cardaño, médica especialista en Anestesiología y coordinadora del grupo de trabajo de Opioides de la SED.

Por lo general, el dolor leve a moderado se trata con antinflamatorios como ibuprofeno o naproxeno, y el grave suele recurrir a derivados de la morfina (opioides) como el fentanilo o la oxicodona, explica Alonso. El tipo de fármacos que se prescriben no solo varía según la intensidad, también depende del tipo de dolor. 

Por ejemplo, cuando hay espasmos musculares, se utilizan relajantes musculares como la tizinidina; pero si el dolor es neuropático, se suele recurrir a antiepilépticos como la gabapentina o antidepresivos como la amitriptilina o la duloxetina

Además, hay terapias avanzadas que se aplican en la unidad del dolor y requieren médicos especializados en anestesia, como los bloqueos espinales o la neuroestimulación cerebral profunda. 

Por último, hay algunos tratamientos en fase de investigación, como la terapia basada en realidad virtual, la toxina botulínica y los derivados del cannabis —que ya se usan en algunos países—, o las terapias génicas y celulares que permiten regenerar tejidos, pero aún no se ha demostrado su eficacia y seguridad. 

¿Qué riesgos tiene la medicación 

Muchos medicamentos para el tratamiento del dolor crónico tienen efectos adversos graves. El caso más conocido es la adicción a los opioides. “Durante décadas se han prescrito opioides para el tratamiento del dolor crónico porque era lo recomendado. Ahora, esos pacientes encuentran que son adictos o dependen de los opioides”, reprocha Williams, que ha trabajado con discapacidad física y adicción.

“Esto no estaba claro cuando se empezaron a prescribir”, aclara la psicóloga clínica que, hoy en día, considera que los opioides tienen pocos beneficios y pueden llegar a empeorar el dolor a largo plazo. A su juicio, es importante ofrecer tratamientos alternativos y no culpar al paciente por su dependencia. El proceso para reducir los opioides es muy difícil y desagradable físicamente”, reconoce.

La adicción no es el único problema. La depresión es muy frecuente en pacientes con dolor crónico. Sin embargo, muchos fármacos tienen efectos adversos que van desde la inestabilidad emocional o la depresión (gabapentina), hasta la agresión, la disminución de la líbido (amitriptilina), el insomnio o la ideación suicida (duloxetina).

“El ajuste es complicado”, reconoce Gobbo. Obliga a buscar un equilibrio entre el control de los síntomas, que dependerá de las enfermedades de base, y los problemas que puedan derivar de cada fármaco, explica la experta.

¿Dolor psicológico o psicología para el dolor? 

El impacto de la parte psicológica y social en el dolor se reconoce en medicina desde 1977, cuando se ideó el modelo biopsicosocial, que considera que está todo conectado. Es decir, no importa de dónde venga el dolor ya que este se define como una experiencia sensorial y emocional desagradable asociada a un daño tisular real, potencial o descrita así por quien lo sufre.  

Por eso, en las clases que imparte a médicos —organizadas por la Sociedad Española de Dolor y otros grupos de trabajo en los que participa— Gobbo insta a evitar términos como “dolor psicológico” o “psicógeno”.  “El dolor es dolor, es una experiencia perceptiva y, por tanto, todos los dolores tienen implicación psicológica”, insiste.

“El término 'psicológico' lleva a pensar que el dolor no es real”, explica Serrat, que trabaja en la Unidad de Expertos en Síndromes de Sensibilización Central del Servicio de Reumatología del Hospital Vall d’Hebron de Barcelona, y, al mismo tiempo, “pensar que la psicología pueda ayudar a mejorar el dolor no significa que el dolor sea psicológico”, aclara.

De hecho, la IASP especifica en su definición que el dolor no tiene por qué estar asociado a un daño físico, es decir, un daño tisular real o potencial. Puede ser una mera réplica de lo que se sentiría si existiese ese daño. Pero esta información no está presente en nuestra cultura, en la que el dolor se suele entender como algo puramente físico y por lo general se cree que lo psicológico no es dolor, es una enfermedad mental o una mera exageración. 

Esto fomenta los estigmas y lleva a algunos profesionales a rechazar tratamientos basados en la educación, la rehabilitación física y la psicología, que podrían mejorar significativamente la calidad de vida de los pacientes, como reconoce el informe del Ministerio de Sanidad sobre las unidades del dolor

¿Cómo se aprende a vivir con dolor? 

Cuando hay una sensibilización generalizada y permanente al dolor, es normal quedar atrapado en un bucle frustrante. Como explica Williams, las personas que lo sufren anhelan aliviar el dolor por completo, pero esto rara vez es una opción y suele llevar a falsas promesas y tratamientos costosos. Sienten que el dolor les ha robado mucho”, señala la especialista. La alternativa, relata la psicóloga, es aceptar que el dolor está “atascado en el sistema y gestionar el miedo al movimiento. 

“Se trata de invertir el bucle, transmitir que puedes moverte con libertad, que tu actividad no va a generar daño”, explicaba en El País Arturo Goicoechea, que fue jefe del Servicio de Neurología en el Hospital Santiago de Vitoria durante más de tres décadas y es autor del libro El dolor crónico no es para siempre (2023).

Por ejemplo, en algunas lesiones, como el dolor de espalda, es mejor volver a una actividad supervisada e informada que mantener reposo, pero se suele pensar que, si hay dolor, hay daño. Eso genera miedo y hace que la persona evite el movimiento. Con el tiempo ese reposo genera más dolor y puede generar otros problemas, como el miedo a salir de casa y la fobia social, explicaba Almudena Mateos, psicóloga especializada en dolor, en la conferencia organizada por la SED Tu dolor importa 2024, celebrada este mes de octubre en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.

No esperes a que el dolor se vaya para retomar tu vida, retoma tu vida y el dolor se reducirá o se irá”, resume Gobbo a los pacientes que acuden con dolor crónico a su consulta. “Suena fácil”, apunta Williams, pero no lo es”.

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